Islandia es un destino increíble para ver naturaleza. A finales de agosto las condiciones son excelentes para disfrutar de los asombrosos paisajes de la isla; los desplazamientos son fáciles sin nieve en las carreteras y la temperatura es agradable con un poco de abrigo, agradeciéndose un descanso de los calores de agosto en España. Sin embargo, no es la mejor época para ver las auroras boreales, ya que las probabilidades de que aparezcan son escasas, aunque por el contrario las opciones de un cielo sin nubes son mejores que en invierno. Pero no es imposible, y conviene estar vigilante. Una de las mejores formas es revisar en Internet o con una app el índice Kp, que es un excelente indicador de las alteraciones del campo magnético de la Tierra y que además se puede predecir con días de antelación.
Durante el viaje las condiciones del cielo eran regulares con nubes y lluvias intermitentes, pero según se acercaba el último día, se iba fraguando una conjunción de condiciones favorables con cielo despejado y alta probabilidad de auroras según el índice Kp, apareciendo como un afortunado evento aislado que ni había ocurrido en meses ni había previsión de que ocurriese en las próximas semanas. Me bajé una app en el móvil que me daba una probabilidad muy alta para la noche del 30 de agosto. Sólo había un problema: el vuelo salía esa misma noche y las auroras se nos escapaban por unas horas. Ante esta circunstancia, ya en el aeropuerto y arrastrando las maletas con decepción ante una oportunidad que dejábamos atrás, se gestó mi mejor regalo de cumpleaños (para el que faltaban pocos días): alargar el viaje una noche más. Improvisamos un hotel cerca del aeropuerto, en Gardur, una pequeña población costera.
Gardur estaba a pocos kilómetros del aeropuerto, y el hotel muy cerca de dos faros. El más antiguo, construido en 1897, resultó ser un emplazamiento ideal para esperar la aparición de las auroras, y no fuimos los únicos que tuvimos esa idea, llegaron al anochecer muchos coches e incluso autobuses. A los pies del faro nos reunimos un buen grupo de expectantes observadores, algunos con sus trípodes y cámaras, otros dispuesto a ver las esperadas auroras a simple vista.
Las primeras auroras se manifestaron como colores imposibles en algunas regiones del cielo, sin querer aún ofrecer todo su esplendor. A simple vista eran sólo avisos de lo que estaba por pasar, pero con la exposición larga de la cámara ya empezaban a provocar los primeros sobresaltos de asombro.
Según se iba haciendo la oscuridad, las nubes no acababan de disiparse del todo y resultó que finalmente se decidieron a compartir con nosotros el espectáculo, contribuyendo a él, pues eran nubes bajas que en grupos dispersos jugaron a dar relieve y paso a las auroras.
No es fácil describir las sensaciones junto al faro aquella noche mirando al cielo. Las auroras sin previo aviso y a cámara lenta se iban formando en distintas zonas del cielo, con diferentes colores y formas, evolucionando lentamente, creando imágenes increíbles entre las estrellas, las nubes y el faro. Está claro que el entusiasmo no lo vivimos todos los que estábamos allí de la misma forma, y minutos después de lo que resultó ser el clímax de la noche, con intensas auroras visibles a simple vista, el grupo empezó a disolverse y poco a poco quedamos menos, hasta que al cabo de un par de horas sólo estábamos 2 o 3, renuentes a abandonar el espectáculo. Tras cada imagen captada con la cámara, sólo había que esperar unos minutos y lo que se veía en el cielo era otra forma, otro color, otro juego con las estrellas completamente diferente. ¿Cómo renunciar a tanta belleza e irse a dormir? La emoción de lo que viví aquella noche, la sensación de estar viendo una maravilla de la naturaleza, no lo olvidaré nunca. Aún ahora, meses después, cuando repaso las fotos soy capaz de transportarme debajo del faro de Gardur y revivir las sensaciones de estar allí.